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Nuestra pobre América que comenzó a correr en una pista desconocida, detrás de
metas ajenas y cargando 15 siglos de desventaja, nuestra pobre América que
comenzó a tallar el cuerpo de Cristo cuando ya miles y miles de manos afiebradas
por el arte y por la fe, habían perfeccionado la tarea en experiencias
luminosas, nuestra pobre América que comenzó a rezar cuando ya eran prehistoria
los viejos testamentos, y cuando los evangelios habían escrito su mensaje,
cuando Homero había enhebrado su largo rosario de versos y cuando el Dante había
cumplido su divino viaje.
Nuestra pobre América que comenzó su nueva industria, cuando
los toneles de Europa estaban traspasados de olorosos y antiguos alcoholes,
cuando los telares estaban consagrados por las tramas sutiles y asombrosas,
cuando la orfebrería podría enorgullecer su pasado con nombres de excepción,
cuando verdaderos magos, seleccionando maderas con cavidades y barnices, sabían
armar instrumentos de maravillosa sonoridad, cuando la historia estaba llena de
guerreros, el alma llena de místicos, el pensamiento lleno de filósofos, la
belleza llena de artistas y la ciencia llena de sabios.
Nuestra pobre América, a la que parecía no corresponderle otro
destino que el de la imitación. Todo estaba bien hecho, todo estaba
insuperablemente terminado ¿para qué nuestra música? ¿para qué nuestros dioses?
¿para qué nuestras telas? ¿para qué nuestra ciencia? ¿para qué nuestro vino?.
Todo lo que cruzaba el mar, era mejor, y cuando no teníamos salvación apareció
lo popular para salvarnos, creación de pueblo, tenacidad de pueblo.
Lo popular no comparó lo malo con lo bueno, hacía lo malo y
cuando lo hacía creaba el gusto necesario para no rechazar su propia factura y
ciegamente, inconscientemente, estoicamente, prestó su aceptación a lo que
surgía de sí mismo y su repudio heroico a lo que venía desde lejos.
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