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Desde que Colón anunció su
falsa llegada a la India en 1492, los nuevos dominios castellanos hacia el
Oeste del Océano Atlántico se limitaban a una serie de islas que ya figuraban
en los mapas medievales con el nombre de Antillas. Castilla nunca se retractó
oficialmente que no habían llegado a la India. Por siglos se siguió llamando
Indias a los nuevos territorios conquistados y para siempre se llamó
indios a los habitantes originales de esas tierras.
Los archivos secretos portugueses de Sagres nunca fueron desclasificados para
los historiadores, quienes tienen que adivinar lo que se sabía en función de
las acciones de los gobernantes.
Como ya se ha analizado en el Libro I, Colón no descubrió América el 12 de
Octubre de 1492 ni Cabral descubrió Brasil el 21 de abril del año 1500. Por
error en un caso y por secreto en el otro, ambos fueron simples anuncios
mediáticos de los gobiernos de Castilla y Portugal. No fueron hechos
históricos reales que en dichas fechas los europeos llegaron por primera vez a
esos lugares.
A la vuelta de su primer viaje, Colón llegó a Lisboa el 4 de marzo de 1493 y
le informó el resultado de su expedición al rey portugués João II, muchos días
antes que a los Reyes Católicos.
Para evitar la guerra entre los reinos cristianos de España, el Papa dictó la
Bula Intercaetera el 3 de Mayo de 1493 repartiendo el mundo entre Portugal y
Castilla. Cuando los portugueses se enteraron que les correspondía hasta 100
leguas al Este de las Islas Azores, pusieron el grito en el cielo. No se sabe
cómo, ellos ya sabían que les estaban dando solamente agua.
Oficialmente todavía les faltaban siete años para descubrir las costas de
Brasil.
Los portugueses estaban dispuestos a ir a la guerra si no cambiaban esa
distancia a 370 leguas. Finalmente Castilla aceptó este nuevo límite y firmó
el tratado de de Tordesillas con Portugal el 7 de Junio de 1494.
Aparentemente los portugueses no sabían que se trataba de un continente. En el
año 1500 todavía estaban hablando de “la Isla de Brasil”. Los castellanos
estaban aún más atrasados en sus conocimientos geográficos. Recién en el año
1499 Américo Vespucio empezó a explorar científicamente a las costas
occidentales bajo bandera castellana. Como resultado de estos viajes, pocos
años después ya quedaba claro que se encontraron con un enorme continente, muy
alejado de China y de la India. Un año después de la muerte de Colón, un
cartógrafo alemán llamado Martin Waldseemüller, en 1507 lo llamó "América" y
Castilla permaneció en silencio oficial. Siguió usando eufemismos como
Indias, Castilla del Oro, Nueva España, etc.
Para la época del Tratado de Tordesillas, Castilla y Portugal ya tenían la
posesión de islas oceánicas, que se repartieron de acuerdo al tratado de
Alcáçovas en 1481. A los castellanos les correspondían las Islas Canarias y
las de Santa Cruz. Los portugueses tenían las islas Azores y las de Cabo
Verde. A Portugal también le correspondía todo el litoral Africano hacia el
Sur, dominio fundamental para explotar con exclusividad la importación de
especias por la ruta del Este.
Portugal tenía una verdadera política de estado con respecto a sus viajes,
exploraciones y conquistas oceánicas, que fueron la fuente de una enorme
riqueza para el reino. Castilla, por el contrario, hacía camino al andar.
Todos los monarcas, Austrias Mayores y Austrias Menores sin excepción, por más
de doscientos años consideraban a las conquistas transoceánicas como algo
secundario en sus dominios.
Todas las conquistas en América fueron emprendimientos privados de empresarios
portugueses, castellanos e inversores extranjeros. Los monarcas solamente
autorizaban las expediciones, imponiendo las condiciones de esos negocios. La
corona recibía un porcentaje sin hacer ninguna inversión, pero les daba un
marco legal.
Los conquistadores y exploradores eran recompensados con tierras y títulos
nobiliarios o de gobierno en los nuevos territorios, pero tenían que
financiarse todos los gastos de la aventura. Estas conquistas, después
quedaban dentro de la jurisdicción del gobierno real, con pleno derecho de los
monarcas para cobrar impuestos.
Los monarcas también organizaban algunos viajes oficiales pagados por la
corona. Por razones de seguridad, la flota mínima consistía en tres barcos con
poco más de un centenar de tripulantes. Cada carabela requería 30 marineros y
el resto eran los especialistas necesarios para cumplir con la misión del
viaje. Generalmente estos pasajeros eran geógrafos, cartógrafos y astrónomos.
También podían llevar algunos jóvenes en plan de entrenamiento. Ejemplos muy
conocidos de estos viajes fueron el primero de Colón y el de Solís al Río de
la Plata.
Los viajes de emprendimientos comerciales privados eran flotas de 15 a 20
barcos, con hasta 1500 personas y grandes cargas de provisiones y alimentos.
En plan de conquista llevaban soldados y caballos. Si se trataba de
emprendimientos de colonización de nuevos territorios, también cargaban
animales domésticos y herramientas. Ejemplos muy conocidos fueron el segundo
viaje de Colón a las Antillas, el de Cabral a Brasil y el de Magallanes que
completó Elcano alrededor del mundo.
La reina Isabel la Católica organizaba flotas grandes, solamente para lo que
ella consideraba muy importante. El 20 de agosto de 1496 partió de Laredo con
rumbo a Flandes, una flota de 120 navíos y se embarcaron en ella 15.000
personas (1). Estaba a bordo la
infanta Juana de 16 años, quien iba a casarse con un heredero flamenco. La
custodiaban 18 naves bien armadas con 3.500 marineros. Se hicieron grandes
fiestas de despedida en el puerto de Laredo. Concurrieron su madre, la reina
Isabel, y cuatro hermanos. El rey estuvo ausente por cuestiones de estado. La
reina pasó la última noche embarcada con su hija “para darle el cariño y la
confianza imprescindibles ante semejante aventura”
(2). Las provisiones a bordo consistían en bizcochos de Sevilla y
Jerez; las legumbres, el pescado, la carne, la sal, el aceite y el vinagre de
Galicia; la harina de Laredo. Embarcaron 20.000 cántaras de a ocho azumbres,
2.500 de cecina de vaca, 200 carneros vivos, 20 vacas, 10.000 huevos, 150.000
sardinas arenques y 300 arrobas de pescado (3).
Seguramente fue suficiente alimento como para navegar lo que hoy sería una
distancia equivalente entre España y Holanda.
En Castilla y Aragón se estaba viviendo una época de incertidumbre. Las
estructuras sociales, políticas y económicas no estaban muy claras. La
monarquía todavía se estaba reponiendo del desastroso reinado de Enrique IV,
de su corte de jóvenes homosexuales y de las eternas peleas del partido
monárquico con los infantes de Aragón.
Isabel no reinaba en Aragón ni Fernando lo hacía en Castilla. Es más, los
súbditos castellanos querían a su reina pero desconfiaban de su marido.
Fernando era mujeriego y estaba siempre ausente en sus dominios. Isabel sufría
de unos celos enfermizos. Juan, el príncipe heredero, murió en 1947. La
infanta Isabel, siguiente en la sucesión, murió de parto en el año 1500. Desde
entonces quedó como heredera de Castilla la infanta Juana que vivió muchísimos
años, pero hasta su madre reconoció en el testamento que estaba demasiado loca
como para gobernar.
La nobleza castellana había sido eliminada junto con Pedro I cuando su
hermanastro Enrique le hizo un golpe de estado del que salió victorioso. El
nuevo monarca pagó los favores recibidos con títulos de nobleza y otras
mercedes, tan famosas que se llamaron enriqueñas. Los nuevos nobles
de Castilla eran muy duchos en las luchas palaciegas y de las otras para
escalar posiciones. El mejor ejemplo fue la larga lista de favorecidos con la
Orden de Santiago, que administraba los fondos de la guerra contra los moros,
la cual no se peleaba nunca, hasta que la reina Isabel los desalojó fácilmente
de Andalucía.
Los grupos locales de poder todavía gozaban de una considerable autonomía. Los
“señores de vasallos”, generalmente poderosos productores o exportadores de
lana, a veces eran nobles y otras simplemente ricos, pero habían tejido una
intrincada red de poder que abarcaba toda la corte y sus influencias
frecuentemente acorralaban hasta la misma monarquía. Usando el vocabulario
periodítico actual, la nobleza castellana era una mafia.
La reina Isabel no tuvo una vida fácil. Gobernaba un pueblo dividido, donde la
gente de todas las regiones se llevaba mal entre sí desde siempre. Los líderes
de la comunidad eran egoístas, ambiciosos y muy bien organizados en defensa de
sus propios intereses. Imperaba el dominio del dinero por encima de todos los
valores. La iglesia estaba invadida por la corrupción feudal imperante.
Hubo un antes y un después en toda Castilla. Isabel se impuso a todos como una
verdadera Trastámara. Supo dominar los simbolismos del pueblo, la imagen
popular, la opinión pública y la propaganda boca a boca, las mismas armas que
hicieron triunfar a su antepasado Enrique I.
La imagen de la familia real estaba muy deteriorada. Alvaro de Luna había
gobernado Castilla porque era el amante masculino del padre de Isabel y su
hermano había sido un monarca homosexual e impotente casado con una esposa
infiel que tuvo dos hijos extramatrimoniales. La familia real estaba lejos de
ser un ejemplo para una comunidad fervientemente católica.
Isabel no podía ocultar todo estos hechos de público conocimiento sobre la
vida de sus familiares más cercanos . Eran mucho más que simples chimentos
cortesanos. Para que Isabel fuera coronada Reina de Castilla hubo que declarar
oficial y públicamente que la hija de su hermano Enrique IV era ilegítima .
Isabel era reina gracias a los pecados de su familia y a pesar de ellos. En un
tiempo record fue capaz de revertir la situación y pasó a la historia como "La
Reina Católica", un verdadero ejemplo a seguir para todos sus súbditos.
La soberana de castilla se sacó muy rápido el lazo de encima. Desde su reinado
y hasta el día de hoy impera en todas las sociedades iberoamericanas, el
concepto de que las peores cosas pueden pasar hasta en las mejores familias.
La familia de Isabel pudo ser "la mejor" de Castilla, aunque para conseguirlo
tuvo que perdonar los más horrilbles pecados de cualquier otra familia
castellana. Pero ya se encargaría de solucionar eso también.
Se difundió entre el pueblo la imagen de una Isabel profundamente católica. No
costó mucho trabajo, porque realmente lo era. Se mostraron las sábanas
ensangrentadas de la noche nupcial para demostrar que había llegado al
matrimonio casta y pura. Durante las frecuentes ausencias de su marido, dormía
con varias damas de compañía de su confianza para que no se vayan a filtrar
rumores sobre su fidelidad. Cada aspecto de su vida, incluyendo su vestuario,
eran coherentes con su religiosidad. Hasta donde pudo, limpió la corrupción
medieval de la iglesia castellana, probablemente por propia convicción, pero
también era políticamente acertado.
Lo único que mantenía unido al rebelde pueblo español era la religión
católica. En todos los rincones del reino vivía gente fervientemente
religiosa. Hasta los más malvados eran temerosos de Dios. El problema era que
Dios castigaba los pecados en la otra vida, no en ésta.
Isabel impuso un Estado Religioso Católico, donde la Ley de Dios era también
la ley de los hombres. Fundieron en un solo concepto a Dios, a la Iglesia y al
Rey como si fueran otra santísima trinidad. Desde allí había un paso para
igualar el temor a Dios al temor al Rey. El confesor de la reina se encargó de
crear una nueva herramienta política, para que la Iglesia y Rey ayuden a Dios,
castigando a los pecados en esta vida.
En los estados españoles no existía la pena de muerte ni para los
delincuentes, mucho menos para los disidentes políticos. Cuando el padre de
Isabel mandó a degollar a Álvaro de Luna, fue una ejecución muy impopular y la
opinión pública transformó al reo de villano a mártir.
La Inquisición había sido creada por la Iglesia hacía ya quinientos años, para
mantener unificado el dogma cristiano católico. La palabra hereje
deriva del griego y quiere decir “el que se toma la libertad de elegir”.
Originalmente, se utilizaba para nombrar a los que optaban por una doctrina
cristiana diferente a los principios establecidos en el Credo de Nicea. Con el
tiempo se extendió a todos los enemigos de la Iglesia Católica.
Es notable que la sociedad castellana, tan indulgente con los condenados a
muerte, aceptara con total normalidad que miles de herejes fueran
torturados y hasta quemados vivos. La Reina quería curar todos los males
espirituales de la nación. La Inquisición Española tuvo el poder de juzgar
la vida diaria de la población por más de doscientos años. Esto incluía hasta
la intimidad de los pensamientos de cada persona de cualquier clase social,
política o económica.
El poder del dinero de los judíos fue cancelado al ser declarados todos
herejes a la ley de Dios. Los expulsaron del reino y los deudores estaban
felices, incluyendo al tesorero de la corona. Muchos judíos se convirtieron al
catolicismo, pero ni así se salvaban de la Inqusisión, que se cansó de
torturar y matar conversos por tener malos pensamientos judíos, o por
practicar su culto a escondidas. Era fácil comprobarlo, porque bajo tortura
declaraban cualquier cosa. La Inquisisión Española santificó a la tortura como
una herramienta de Dios para vencer a las malas inclinaciones del alma de los
seres humanos.
Nadie ponía en duda a las condenas de la Inquisición, por más espantosas que
fueran. La gente se decía “algo habrán hecho” y seguían con sus vidas
cotidianas. La población terminó identificando a las ideas de la Inquisición
con la doctrina católica.
Finalmente todos los castellanos y futuros súbditos españoles, hasta los más
rudos y sanguinarios, en cuatro continentes se arrodillaron ante Dios y el Rey
de España por más de tres siglos.
Isabel salvó y consolidó a la monarquía de todos sus descendientes por muchas
generaciones, pero murió demasiado pronto el 26 de noviembre de 1504. El amor
y respeto que había conseguido de los castellanos no lo pudo conseguir
Fernando, por ser un extranjero de Aragón y por serle infiel a la reina. La
heredera al trono estaba loca y su marido se murió inmediatamente después de
haberle ganado la Regencia de Castilla a su suegro. Finalmente los castellanos
no tuvieron más remedio que aceptar a Fernando de Aragón como Regente de
Castilla, aunque le impusieron algunas condiciones.
El Cardenal Cisneros, último confesor de la reina Isabel, fue el hombre fuerte
indiscutido de Castilla desde 1505 hasta la muerte de Fernando en 1516.
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