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A Isabel no le correspondía
ser la reina de Castilla. El heredero al trono era Enrique, quien fue el único
hijo que su padre el Rey Juan II tuvo en 1425 con su primera esposa. Al
enviudar el Rey, se casó en segundas nupcias con Isabel de Portugal, que si
bien estaba loca, su dote servía para pagar las deudas contraídas por la
corona en su guerra con los Infantes de Aragón. De este segundo matrimonio,
nacieron Isabel en 1451 y Alfonso en 1453. En ese entonces, Isabel quedaba
tercera en la sucesión al trono.
A la muerte de Juan II en 1454, su primogénito es coronado como Enrique IV. El
nuevo Rey de Castilla y su segunda esposa, tuvieron una hija en 1461 a la que
llamaron Juana quien en teoría, era automáticamente la heredera al trono.
Al producirse la muerte de Alfonso en 1468 Isabel quedó como segunda en el orden de sucesión. Sin embargo a la muerte de Enrique IV, Isabel
fue coronada Reina de Castilla, en vez de Juana.
Este fue un período muy
determinante de la Historia de España, porque la coronación de Juana implicaba
la unión de Castilla con Portugal, que estaba destinado a la expansión
ultramarina. Isabel, en cambio, significó la unión de Castilla con Aragón,
cuya política exterior estaba orientada a las conquistas europeas. Veamos cómo
se desarrollaron estos acontecimientos.
De Enrique IV de Trastámara, se dijo era blando, tímido,
abúlico, misántropo, displácido y eunocoide, por lo que fue llamado “el
impotente”(1). En realidad, su drama
fue simplemente ser homosexual en una época en que eso era considerado un
vicio nefando. Su reinado resultó confuso, turbulento, complicado e
ingrato a los historiadores. Sin embargo, fue una época clave en la Historia
de España.
El carácter personal del rey tuvo un papel muy importante en los principales
acontecimientos, porque mostraba falta de energía y una dañina tendencia a
decirle que sí a todo el mundo. El nuevo monarca acordaba algo y después, con
total desfachatez decía todo lo contrario. No es de extrañar que todo
terminara en una guerra civil.
Enrique IV se sentía en ocasiones dominado por su preferido Juan Pacheco, pero
después del desastroso final de Álvaro de Luna que terminó degollado, los
presuntos amantes del rey tenían que ser muy cuidadosos y no podían abusar
demasiado de sus influencias con el monarca. Un grupo de jóvenes tuvieron un
rápido ascenso. Beltrán de la Cueva, Juan de Valenzuela y Miguel Lucas de
Iranzo eran los principales, pero el resto de la nobleza los consideraba unos
advenedizos. Además, estos “hombres nuevos” del reino nunca formaron un
equipo. No hubo “partido rosa” como en la época de Álvaro de Luna, que
fue mucho más hábil e inteligente que estos jovencitos inexpertos.
Se planteaba el hecho que Enrique no tenía sucesor directo. Estuvo casado con
su prima Blanca, hija de Juan II de Aragón, durante 13 años sin haber tenido
ningún hijo. El 11 de mayo de 1453, mientras don Álvaro de Luna todavía tenía
la cabeza pegada al cuerpo en su prisión en Portillo, al otro lado del cerro
en el castillo, el arcediano de Segovia anulaba el matrimonio de Enrique con
Blanca. La sentencia se dictó a petición de ambas partes y nunca fue
protestada por la infanta de Navarra.
La causa de nulidad alegaba la impotencia de Enrique, aunque sólo con respecto
a Blanca. El arcediano tuvo el testimonio de ciertas mujeres públicas de
Segovia, que habían tenido con Enrique “trato y conocimiento de hombre con
mujer”. Se hizo el divorcio “para que libremente pudieran volver a
contraer matrimonio y para que dicho señor príncipe pueda ser padre”.
Enrique consiguió la anulación de su matrimonio porque no lo pudo consumar y
las prostitutas de Segovia estaban dispuestas a jurar que con ellas no era
impotente. Y lo peor todavía estaba por llegar.
Mientras Enrique no podía tener hijos con su esposa, el padre sí podía con la
suya aunque estuviera loca y le dejó dos hermanastros de regalo. Primero nació
Isabel en 1451 y dos años después Alfonso, pero su padre no pudo conocerlo
porque en 1454 se murió de tristeza porque extrañaba a Álvaro de Luna y la
madre se encerró en una profunda y loca depresión porque extrañaba al marido
difunto. Desde ese momento, el Principe de Asturias Enrique era el sucesor al
trono y lo seguía en la linea de sucesion su hermanastro Alonso.
Cuando ya fue rey, tuvieron que “comprar” una nueva esposa para Enrique IV. El
capellán Fernán López de Laorden, que era tesorero de la catedral de Segovia,
se fue a Lisboa para negociar un nuevo matrimonio. Se acordó que doña Juana,
hermana de Alfonso V, sería recibida sin dote. Esto era totalmente inusual en
aquella época, baste recordar que el padre del monarca se había casado en
segundas nupcias con el fin de pagar con la dote los gastos de la guerra
contra los Infantes de Aragón. Su hijo Enrique, encima que no recibió ninguna
dote, tuvo que darle a la novia 10,000 florines en arras de oro, más las
rentas de la villa de Olmedo y encima un millón y medio de maravedís cada año.
Un desembolso enorme del lado castellano y ninguno del lado portugués. Todas
estas absurdas concesiones fueron otorgadas para que doña Juana acepte ser la
reina de Castilla, nada menos.
Si bien se había arreglado legalmente la anulación del primer matrimonio,
todavía tenían que conseguir la dispensa para que Enrique se casara con Juana,
porque sus madres, María y Leonor, eran hermanas. Un arcediano no era
suficiente, de modo que necesitaba la aprobación superior. Existe una bula del
papa Nicolás V fechada el 1 de diciembre de 1453, en que daba poderes a tres
obispos, Carrillo de Toledo, Fonseca de Avila y Sánchez de Valladolid para que
juntos o por separado, otorguen la dispensa “si ello les parecía oportuno”.
Sorprendente resulta la confirmación que las negociaciones del
casamiento tan favorable a los portugueses, estaban a cargo de un rabino judío
llamado Joseph, al que los historiadores todavía no han podido identificar con
más detalles. Lo que sí está comprobado, es que el novio tuvo que depositar en
las arcas de un banquero de Medina del Campo, la suma de cien mil florines de
oro(2), transportados en talegos, que
la novia podría cobrar, entre otros motivos “en caso de que el casamiento
resulte ninguno”. El rabino no estaba muy convencido de la potencia sexual
de Enrique y no era cuestión que vuelva a anular su casamiento por falta de
consumación.
En aquella época se acostumbraba a que los novios pasen la noche de bodas
vigilados por unas viejas que constataban el acto sexual y al día siguiente
mostraran en público la sábana ensangrentada que comprobaba la pérdida de
virginidad de la novia. Este trámite no se llevó a cabo después del casamiento
de Enrique y Juana.
Al final de la primavera de 1455 se celebró en Córdoba aquella boda inútil.
Enrique no atendía mucho a su nueva esposa y los rumores acerca de su
virilidad volvieron a tronar con fuerza en todo el reino. Después de cuatro
años de matrimonio infecundo, nuestro Enrique IV hace como que enamora a doña
Giomar y la agraciada de hermoso parecer se deja querer. Al fin y al cabo era
muy bueno ser la amante oficial del Rey de Castilla.
¡El rey tenía una amante! ¡Era un verdadero varón a pesar de todo! Hasta el
arzobispo Fonseca de Sevilla se desvivía en complacer a doña Giomar, que era
la prueba viviente de la hombría del Rey, aunque mal no sea por una
infidelidad públicamente confesada.
La estrategia no funcionó porque la Reina podía soportar una vida sin sexo,
pero no con humillación. Viéndola un día a doña Giomar, la Reina la tomó por
los cabellos y mientras le gritaba palabras muy feas le pegaba con un
chapín por la cabeza y en la espalda.
No le costó ningún trabajo a la Reina encontrar a un favorito,
don Beltrán de la Cueva, hombre de escasos méritos pero de rápido ascenso
porque complacía al rey y a partir de ese momento a la reina, en todo lo que
se les ofreciera. Se dice que hubo entonces consentimiento de Enrique para el
ayuntamiento de Don Beltrán con la reina(3).
La reina quedó embarazada en Aranda del Duero en 1461 y tuvo una hija a la que
llamaron Juana. Alfonso, el hermanastro del rey, quedó "descoronado" a
los nueve años de edad, porque a esta nueva niña le correspondía ser la futura
reina de castilla.
A partir de ese momento se formaron dos bandos en Castilla, una división que
llegó hasta los historiadores del presente. Por un lado estaban los que
afirmaban que Juana era la heredera del trono por ser la hija legítima del rey
y por el otro, los que decían que esa niña no era hija verdadera del
rey y por lo tanto la corona le correspondía a Alfonso.
El único que sabía la verdad era Enrique IV y por lo tanto le correspondía
hacer el testamento en favor de su hija o de su hermanastro. Además, por ser
el rey de Castilla tenía suficiente poder de decisión y nadie lo podía
contradecir. Si hubiera tomado una determinación y la hubiera mantenido toda
su vida, probablemente nadie hubiera podido cambiar la historia.
Lamentablemente, por su carácter, Enrique IV un día decía una cosa y después
otra diferente. El monarca fue el único culpable de la guerra civil por la
sucesión.
La reina embarazada llegó a Madrid y el rey llamó también a sus hermanastros
Alfonso e Isabel. Doña Juana dió a luz ante personajes cortesanos que
certificaron el nacimiento de la heredera al trono. Una semana después la niña
fue bautizada con el nombre de Juana, como su madre. Los padrinos fueron el
Marqués de Villena y el conde de Armagnac. Isabel, la hermanastra del rey, fue
la madrina. El rey nombró a don Beltrán de la Cueva conde de Ledesma y el
hidalgo llegó por fin a la nobleza titulada, a la aristocracia, a pesar de que
no era bien querido por los demás cortesanos.
A los dos meses de edad, la niña doña Juana fue nombrada princesa heredera de
Castilla con la aprobación de la nobleza, el clero y los pecheros. En 1462, el
rey y todos los demás parecían aceptar a Juana como la legítima heredera al
trono de Castilla. Sin embargo, las actas de estas cortes "se perdieron" o
alguien las hizo desaparecer. A pesar de todo, nadie niega este hecho
histórico, porque se realizaron grandes fiestas en Madrid para festejar el
acontecimiento.
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